La cerveza depositada en el culo de la verde botella se desliza hasta su garganta con la suavidad de quien roba el primer beso de amor. En su cabeza, la imagen de los ojos cerrados y el miedo al qué pasará, le impiden disfrutar del gusto. El cristal aterriza en el posa vasos del mismo color de la botella que protege la mesa de madera oscura del bar. Ella lo mira con la delicadeza con la que se observa el amanecer en el mar o las estrellas en la montaña. Sus ojos también son verdes. Su sonrisa, delicada como la brisa que se levanta en primavera.
Les queda otra noche, ésta. Y los dos no se quieren preguntar qué pasará después. Prefieren hablar y escuchar las canciones que llenan los huecos del bar dónde se encuentran. Dos días atrás, cuando ambos habían subido por separado hasta el hotel de montaña, no se conocían. Ahora, habían cruzado esa fina línea en que todo se mezcla y se remueve que recuerda a los yogures de fruta. Ella le sonríe un chiste que acaba de ocurrírsele y le acaricia la mano, con la suavidad con la que descienden las hojas en otoño. Aunque el bar está lleno, a ellos sólo les importa su mesa y las canciones que recorren, a escondidas, el paso del tiempo en esta mesa.
Abandonan el bar y sus recuerdos para adentrarse en el hotel. No se cogen de la mano, simplemente se acompañan y ríen conjuntamente. Suben en el ascensor que les llevará a la quinta planta. Por primera vez, se sienten observados por sus propios reflejos. Al abrirse las puertas metálicas, el tiempo se les tira encima como los restos de un edificio al caer tras un terremoto. Sus corazones galopan en su interior como si acabaran de nacer. Sienten que sus latidos se escuchan por todo el pasillo de la planta. Se miran y sus miradas se entrelazan, mezclándose sus colores y creando uno de nuevo, único, el suyo. No se besan, aunque ambos lo desean.
Se despiden abrazándose. Son sólo unos segundos que parecen estirarse y no acabar. Ambos secan sus lágrimas al desvanecerse sobre sus rostros. Ambos saben que lo suyo es imposible, que es un sin sentido creer en él. Fuera de este consabido y estereotipado paréntesis, les queda su mundo real, aquel que se comprometieron respetar, el que no provoca sueños ni lágrimas.
Las puertas se cierran. El silencio se apodera del pasillo. Suenan dos móviles. Se escuchan conversaciones familiares, del mañana y de cuanto te he echado de menos. Se habla de horas y reencuentros. Y después resta el silencio triste de los sueños inalcanzables.
(Este texto nace de una tristeza y del casual encuentro con la canción "Impossible" de James Arthur. Os dejo enlace):
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